lunes, 20 de enero de 2014



                                               La Advocación de Ntra. Sra. de la Paz

El 18 de diciembre del año 645, pasada la medianoche, terminado el IX Concilio de Toledo, su arzobispo Ildefonso (luego declarado santo), ferviente devoto de la Virgen María, en compañía de algunos colaboradores, se dirigió a la Catedral para cantar los maitines (oraciones que se realizaban hacia las 3 de la noche). Al entrar, se produjo en el altar un resplandor fuerte e irresistible a los ojos corporales. Los acompañantes del arzobispo huyeron asustados, pero él avanzó resueltamente y vio a la Santísima Virgen, que había descendido del cielo y estaba sentada en su cátedra episcopal. La Madre de Dios habló con dulces palabras a su fiel servidor y promotor de la fe en su inmaculada concepción, le entregó una casulla, que se conserva allí, y después desapareció. Por este particular beneficio, a su muerte ocurrida el 23 de enero de 667, la Iglesia de Toledo decretó que el 24 de enero se celebrase solemnemente en todo el arzobispado, el memorable descenso de la Virgen María a la Iglesia Catedral.
            Sin embargo, el nombre y la advocación de Nuestra Señora de la Paz le es dado a fines del siglo XI, a raíz de un singular acontecimiento histórico. 
En efecto, en el año 1085, Alfonso VI, llamado el Bravo, rey de Asturias y León (España), reconquistó la ciudad de Toledo tomada por los moros (musulmanes). Una de las condiciones estipuladas en el Tratado de Paz, fue que el Templo principal de la ciudad quedase para los moriscos (moros que permanecieron en España después de la Reconquista) como mezquita (lugar de culto y oración de los moros). El rey Alfonso firmó el Tratado y enseguida se ausentó de Toledo, dejando a su esposa, la reina Constanza, como gobernadora de la plaza.
            Pero los cristianos consideraron cosa indigna que, si nuevamente eran dueños de la ciudad, no lo fuesen de la Iglesia Metropolitana consagrada a la Santísima Virgen. En consecuencia, fueron a presentar sus quejas ante el arzobispo Rodrigo y ante la reina Constanza, quienes compartieron su horror de que la Catedral sirviese para los cultos a Mahoma (máximo profeta de los musulmanes) y apoyaron sus peticiones. Alentados por aquella tácita autorización, los cristianos trataron de apoderarse de la Catedral con gente armada, sin tener en cuenta el compromiso del rey ni el peligro a que se exponían en aquella ciudad donde era mayor el número de infieles.
Los moros, ante el ataque, tomaron las armas y, juzgando que el rey quebrantaba el Tratado, se lanzaron contra los cristianos para vengar la injuria. El combate se entabló frente a la Catedral y no cesó hasta que la reina y el arzobispo se presentaron en el campo de batalla para aclarar que el ataque se había lanzado sin saberlo el rey.

Enseguida, los moros enviaron embajadores al rey para denunciar el atentado, y Alfonso volvió rápidamente a Toledo, con el firme propósito de hacer un escarmiento a la reina, el arzobispo y los cristianos por haber quebrantado su real palabra.
 Cuando los cristianos de la ciudad tuvieron noticia del enojo del rey, salieron a su encuentro en procesión, encabezada por el arzobispo, la reina y su hija única. Pero ni las súplicas de aquellos personajes, ni los ruegos del pueblo para que los perdonase, atento al motivo que los animó al ataque y que no era otro que el de tributar culto al verdadero Dios en la gran iglesia de Toledo, consiguieron que el monarca accediese a faltar a su honor y a la palabra que había empeñado. Don Alfonso anunció a los solicitantes que la Catedral quedaría en poder de los infieles, como lo había prometido.
 Pero en ese momento se produjo un acontecimiento extraordinario, que todos tomaron como una señal de que Dios había escuchado sus plegarias. Los moros consideraron el peligro a que se exponían si mantenían el culto a Mahoma en la Iglesia principal de aquella ciudad cristiana y enviaron al encuentro del rey una comitiva de sus jefes. Los embajadores salieron de Toledo y, postrados ante Don Alfonso, le suplica-ron que perdonase a los cristianos y prometieron devolverle la Catedral.
 Grande fue el regocijo del rey y el de su pueblo, que vieron en aquella solución inesperada una obra de la Divina Providencia. El monarca ordenó, con el beneplácito del arzobispo y de todos los fieles que, al día siguiente, justo un 24 de enero, se tomase posesión de la Catedral y se hiciesen festividades especiales en honor de la Virgen María de la Iglesia Metropolitana, a la que, por haber restablecido la paz en la fecha de su fiesta, se la veneraría en adelante con el nombre de Nuestra Señora de la Paz.
 Y desde aquel 24 de enero de 1085 hasta hoy, se realizan en Toledo magníficas celebraciones y espléndidas procesiones en su honor.
  •  Fundamentos
                    Por su íntima y estrecha relación y cooperación con el Hijo, “Príncipe de la Paz” (Is. 9,6), en la reconciliación o “paz” entre Dios y los hombres, que Él realizó, María ha sido venerada cada día más como “Reina de la Paz”. En efecto:
  • En el misterio de la Encarnación, la humilde esclava del Señor, al recibir el anuncio del ángel Gabriel, concibió en su seno virginal al Príncipe de la Paz (cf. Lc. 1,26-38), el cual nos devolvió la paz, reconciliando consigo el cielo y la tierra.
  • En el misterio de la Pasión, María es la Madre fiel que se mantuvo intrépida, en pie, junto a la cruz donde el Hijo, para salvarnos, pacificó con su sangre el universo.
  • En el misterio de Pentecostés, la santísima Virgen es la alumna de la paz que, orando con los Apóstoles, esperó el Espíritu de la paz, de la unidad, de la caridad y del gozo.
    Al celebrar la fiesta de Nuestra Señora de la Paz, la asamblea de los fieles pide a Dios que, por su intercesión, conceda a la Iglesia y a la familia humana:
Ø   El Espíritu de caridad para permanecer unida en el amor fraterno;
Ø   Los dones de la unidad y de la paz para formar todos una sola familia en la paz, cultivando eficazmente entre nosotros la paz que Cristo nos dio;
Ø   La tranquilidad en nuestro tiempo para vivir en paz.
 El himno “Salve, Estrella del Mar” (“Ave Maris Stella”), que data del siglo X ya le canta “establécenos en la paz”.
 Nuestra Señora de la Paz es, pues, intercesora de la paz privada y pública.
§      Difusión
De Toledo se extendió su devoción a toda España y otras ciudades de Europa.
Desde el siglo XII en el templo de San Nicolás en Bruselas (Bélgica), se venera una imagen de la “Reina de la Paz”. En el templo de las religiosas del Sagrado Corazón de Picpus en París, se venera otra imagen con mismo título y maravillosa historia, originariamente pertenencia de la familia de los Príncipes de Joyeuse. El Papa Sixto IV (1471-1484) hizo erigir en el centro de Roma un templo a “Santa María de la Paz”, cumpliendo el voto por la paz entre los estados de la península.
             En América, todas las naciones evangelizadas por España, profesaron una veneración especial a Nuestra Señora de la Paz, que tiene un santuario en cada una de las grandes ciudades latinoamericanas y es la patrona principal de El Salvador.
 En el siglo XVII, también en Francia, se estableció esta fiesta para ser celebrada el 9 de julio, con motivo del cese de la “Guerra de los treinta años”.
            El Papa Benedicto XV (1914-1922), víctima de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), favoreció esta devoción y el 5 de mayo de 1917, prescribió para toda la Iglesia incluir en las Letanías del Rosario la invocación “Reina de la Paz”.
            En Argentina, en la Catedral de Buenos Aires se venera una imagen traída de Perú en 1750; a ella se recurrió en los momentos históricos difíciles de nuestra patria.
En 1859, los problemas de partidismo y enfrentamientos civiles, llevaban al país a la ruina. En Lomas de Zamora, se tenía el proyecto de construir el templo. Atendiendo a la situación del país y buscando un intermediario en el cielo para alcanzar la anhelada paz, se decidió dedicarlo a Nuestra Señora de la Paz. Las reseñas históricas de entonces relatan: “Todas las almas nobles, que veían a la patria constantemente flagelada, cansadas de tantas contrariedades y vicisitudes, clamaban al cielo, y al tratar de levantar el templo, buscando en el cielo una intermediaria para con la Divina Providencia, pensaron dedicarlo a la Madre del Salvador pidiéndole se acordara de nuestra patria, despedazada por las guerras civiles y alcanzara del Señor un bien tan necesario para el bienestar y prosperidad de todos cual era la paz”.
             La imagen fue encargada a un escultor de Barcelona, quien la talló tomando por modelo un cuadro de R. Sanzio, de Urbino y fue donada por Juana Z. de Grigera.
 El 16 de octubre de 1860 se bendijo la piedra fundamental del templo y se designó padrino al general B. Mitre quien, el domingo 15 de diciembre siguiente, participó de la bendición del recinto del nuevo templo y terminó sus palabras de agradecimiento pidiendo a “la Madre del Todopoderoso, derrame a manos llenas sus más preciados dones sobre la patria”. Al clamor de todo el país, a la aspiración unánime de todas las almas, a esa ofrenda del templo a la reina de la paz, a esa confianza deposita-da en ella, a esa invocación de Mitre, correspondió la Santísima Virgen, alcanzando del Padre celestial, que los destellos y fulgores que se desprendieron al chocar las armas en Pavón, iluminaran nuevos y pacíficos senderos en nuestra vida institucional.
 El 22 de enero de 1865 se inauguró la primera parte del templo y se entronizó la imagen de Nuestra Señora de la Paz.
 En este templo se celebró en 1933 la 1º Jornada Eucarística Internacional en preparación al Congreso Eucarístico Internacional y, en esa ocasión, la delegación paraguaya invitó a las demás aimplorar a la Virgen la terminación de la guerra del Chaco. La gracia fue concedida y paraguayos y bolivianos volvieron a dar gracias.
 Desde 1957, por una Bula del Papa Pío XII este templo es la Catedral de la Diócesis de Lomas de Zamora y Nuestra Señora de la Paz, su patrona.

sábado, 18 de enero de 2014

Cerca de las 8:30 hs. y después de haberse encomendado a la protección maternal de María de Itatí, los monaguillos de la comunidad parroquial y sus capillas partieron rumbo a la Ciudad de San Vicente, para vivir una jornada recreativa y de espiritualidad.
Una vez llegados al "Solar de la Paz", perteneciente al Instituto San José, pudieron disfrutar de diferentes momentos. No faltó el deporte, la formación, el compartir, la colaboración, la diversión y la oración.
Después de almorzar unas hamburguesas hechas a la parrilla por el padre Federico que, además, los acompañó durante todo el día, recorrieron las instalaciones del Instituto y pudieron tener contacto con la vida campestre del lugar. Animales, modos de producción, procesos y demás estuvieron al alcance de la mano.
El intenso calor no impidió acercarse en una caminata hasta la histórica Iglesia de San Vicente Ferrer, donde fueron recibidos por el párroco del lugar, el padre Francisco, y donde pudieron rezar juntos ante el Sagrario y a los pies de la Virgen.

miércoles, 1 de enero de 2014


HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Miércoles 1 de enero de 2014

La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-25). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.
El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. Pero es algo más: es el sensus fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nunca, en su unidad, nunca se equivoca.
María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.
La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz y de Dios; y la invocamos todos juntos:, y os invito a invocarla tres veces, imitando a aquellos hermanos de Éfeso, diciéndole: ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! Amén.